lunes, 22 de junio de 2009

Rechazo Proyecto Uniones de Hecho

Rechazo del Proyecto de Uniones de Hecho


El miércoles 17 de junio, El Mercurio publicó en su portada una fotografía del obispo Fernando Chomalí, como autor de la Frase del Día: "Darles estatuto jurídico a las uniones de hecho lo único que logra es empobrecer el matrimonio como siempre se ha entendido y que tan bien expresado está en el Código Civil". En la tarde de ese mismo día, la Comisión de Familia de la Cámara de Diputados, por 8 votos contra 3, rechazó legislar sobre regulación de uniones de hecho en Chile, una moción parlamentaria presentada hace un tiempo por los diputados Enrique Accorsi, Ramón Farías, Adriana Muñoz, Laura Soto y Ximena Vidal.

Ilustrativo ejemplo de la forma en que la Iglesia Católica y el diario El Mercurio operan como poderes de facto con incidencia en las decisiones públicas haciendo que la separación del Estado de la Iglesia sea una formalidad sin correlato en la práctica. En realidad, la frase no era del día. El obispo Chomalí había participado como invitado en la Comisión Familia dos semanas antes, el miércoles 3 de junio. Pero la publicación de las palabras no es dejada al azar, ni por la Iglesia ni por el periódico que ejerce su vocería. La noticia, se suele decir, además de veraz, debe ser oportuna. Se podría pensar que la mejor oportunidad sería la edición más próxima al momento en que las opiniones fueron emitidas. Pues no. La mejor oportunidad de publicación es cuando más puede influir en la decisión política. El día en que los diputados de la Comisión Familia debían votar el proyecto, esto es 2 semanas después de la presencia en ella del Obispo Chomalí, fue el momento adecuado estimado por la Iglesia y por El Mercurio para transformar sus palabras en la Frase del Día, y hacer que los diputados de la Comisión, al tomar el diario por la mañana, recordaran con la imagen del pastor en la primera página del cuerpo A cómo tenían que votar en la tarde.

La votación por el rechazo de legislar fue de 8 contra 3. Los diputados asistentes y votantes en esa ocasión fueron Ramón Barros (UDI), Sergio Bobadilla (UDI), Marcelo Schilling (PS), María Angélica Cristi (UDI), Carlos Abel Jarpa (PRSD), José Antonio Kast (UDI), Adriana Muñoz (PPD), Jorge Sabag (PDC), Nicolás Monckeberg (RN), Carlos Olivares (PRI) y Gustavo Cardemil(RN). No tengo información de cómo votó cada uno, pero es presumible. Si alguna duda había en alguno antes de votar, de lo cual en todo caso dudo, la Iglesia y El Mercurio operaron oportunamente dejando caer el peso de su opinión magisterial.

La influencia clerical que desvirtúa la laicidad del Estado queda de manifiesto además por la sola decisión de invitar a exponer en la Comisión a un clérigo, en representación de la Conferencia Episcopal de Chile. Resulta extremadamente insultante para la ciudadanía, que democráticamente entrega las decisiones públicas a un conjunto de representantes, para que deliberativa y argumentativamente adopten decisiones de valor público que, llegado el momento, éstos recurran a personeros cuya opinión está absolutamente fundada en la revelación y el dogma, y que por esta vía sean el misterio y la irrazonabilidad el fundamento de la legislación que rige a nuestros ciudadanos, especialmente en aquellas materias en que la Iglesia se siente llamada a opinar. La Comisión se permite un abuso con los ciudadanos al violar con actos como éste la pretendida y proclamada laicidad del Estado.

Se puede encontrar en Internet un artículo "Familia y Uniones de Hecho" del cardenal Dionigi Tettamanzi, uno de los fallidos candidatos al Papado a la muerte de Juan Pablo II, donde en el contexto de este tema señala: "Ciertamente, el cristiano tiene una visión del matrimonio y de la familia que deriva de la palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, y que lo lleva a reconocer en el matrimonio de los bautizados un sacramento, un signo y un lugar de la salvación de Jesucristo". La posición de la Iglesia, que es la que lleva el obispo Chomalí al Parlamento, y que es acogida por la mayoría de diputados de la Comisión Familia, tiene por tanto su fuente en una revelación de la palabra de Dios, que ha sido confiada a la Iglesia para que la enseñe.

El obispo Chomalí expresó que reconocer legalmente las uniones de hecho empobrece el matrimonio y elogió la definición del matrimonio de nuestro Código Civil, sin un asomo de pudor o reminiscencia ante el hecho de que la Iglesia Católica chilena fue la más fervorosa enemiga de la Ley de Matrimonio Civil en 1884, a la que resistió durante varios años hasta que finalmente, agobiada por las consecuencias que tal rechazo tenía para sus fieles, en la herencia y en la legitimidad de los hijos, la aceptó como un mal menor.

Cuando la diputada María Angélica Cristi (UDI), presidenta de la Comisión Familia, explicó a la prensa el rechazo a legislar para el reconocimiento de las uniones de hecho, señaló que la idea de que se aprobara este proyecto significaba para muchos exponentes, debilitar la institución del matrimonio. Sólo cambió la expresión "empobrecer" del obispo Chomalí por "debilitar". La decisión de la Comisión Familia tan sólo se había limitado a traducir la voluntad clerical.

El clericalismo continúa vigente en Chile, y ejerce su solapada influencia a través de las posiciones de poder social, económico y político que ocupan personajes e instituciones afines a la Iglesia, que profitan, junto con ella, del statu quo y de su correspondiente y anacrónica legalidad valórica.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Otro contexto para el debate sobre el aborto

Otro contexto para el debate sobre el aborto

Carlos Leiva Villagrán


Que el aborto sea o no penalizado es siempre una decisión política. En los estados republicanos democráticos, la decisión se adopta conforme a los procedimientos establecidos en sus constituciones, leyes y reglamentos, que prevén la participación ciudadana directa o representada, y que son el resultado, directo o indirecto, de las preferencias mayoritarias de los ciudadanos involucrados en las decisiones, enmarcadas en el respeto a los derechos básicos de las minorías ciudadanas garantizadas por el Estado de Derecho. Lo que sea considerado un crimen en una sociedad democrática, y merezca ser castigado, lo decide la propia sociedad en forma deliberativa, haciendo uso de la institucionalidad política que ella misma se da.

La decisión política de penalización o no del aborto, significa establecer a partir de qué momento, en el continuum de la vida, la ley reconoce el derecho a protegerla, y por tanto decide penalizar su transgresión. Esta precisión es relevante porque al tenor de la discusión que se lleva a cabo en Chile pareciera que la decisión política requeriría básicamente establecer cuándo comienza la vida humana. Equivocado camino. La determinación del comienzo de la vida humana corresponde más bien a un ejercicio metafísico que escapa a todo consenso razonado, aún a la ciencia, y que vanamente podría ser establecido por la institucionalidad política.

Hay quienes sostienen que la vida humana es tal desde la concepción, como lo hace la Iglesia Católica (post 1869, fecha en que el Papa Pío IX modificó la tradicional enseñanza eclesiástica de que el feto adquiría alma humana a partir de los 40 días después de la concepción; y esto era para el alma masculina, porque el embrión femenino tardaba en recibir el alma hasta los 80 días de gestación). Frente a esto, muchos argumentan que el embrión humano es meramente un conglomerado de células, que aunque tenga potencial de humanidad, no puede ser considerado un ser humano. Otros asocian el comienzo de la vida del ser humano con el inicio de la conformación morfológica del cerebro o con la eventual capacidad del feto de vivir independientemente de la madre. Sin excluir, por último, a Peter Singer quien sostiene que la vida humana es tal sólo en tanto disponga de conciencia, lo que le lleva sostener que los padres podrían tener aún derecho a disponer de la vida de sus hijos durante los 3 primeros años de vida.

Es evidente entonces que obtener un consenso sobre una cuestión a la que se accede por creencia o por disquisición metafísica es imposible. Por lo demás, sería incompatible con su carácter laico, que el Estado tomara partido por alguna de las distintas creencias que hay sobre la materia. Sin embargo, y a pesar de su neutralidad, el Estado tiene la obligación de reflejar en la ley lo que la ciudadanía, democráticamente manifestada, estima moralmente adecuado en un tiempo determinado. Ahora bien, lo que es legítimamente una decisión ciudadana en relación con el aborto no consiste en establecer cuándo comienza la vida humana sino en determinar las condiciones en que la vida humana deberá ser obligatoriamente protegida. Planteado así, es posible superar el entrampamiento de un debate equivocado, que ha sido centrado en lo que sostienen los fundamentalistas religiosos en cuanto a que para definir desde cuándo se protege la vida humana hay que establecer un consenso respecto a cuándo comienza la vida humana, lo que, como se ha mostrado, es un metafísico imposible de convenir.

A diferencia de las creencias, que no pueden ser la base para determinar las condiciones para penalizar el aborto, la ciencia, que constituye el instrumento de que dispone el hombre para hacerse del conocimiento, puede proporcionar información proveniente de su investigación de la naturaleza del hombre para enriquecer la reflexión. Es cierto que la ciencia tampoco puede determinar la cuestión metafísica de cuándo comienza la vida humana (a pesar de que hay "científicos" investidos de ideología que son capaces de establecer un puente entre ciencia y fe en respaldo de su creencia). Escapa a la misión de la ciencia, que es un conocimiento que alcanza verdades siempre provisorias a través de la hipótesis, experimentación y verificación, la tarea de darle el noble título de "humano" a un momento específico de la corriente continua de la vida que se transmite milenariamente de progenitores a descendientes. La ciencia describe las características químicas, morfológicas y fisiológicas del embrión y del feto, informa acerca de las capacidades y riesgos del sistema nervioso en las fases de su conformación, o sobre las condiciones que dan potencial autonomía al feto, todos elementos que la discusión debería tener en cuenta para llegar, de manera informada y enriquecida, a la decisión política. Sin embargo, a pesar que la ciencia no sustituye a la decisión política, porque el fundamento de la legislación sobre el aborto no es científico (como tampoco religioso) sino moral, ella tiene la virtud de iluminar, con rigurosidad, y cada vez con mayores antecedentes, la comprensión de la ciudadanía sobre la naturaleza del hombre, contribuyendo así a la reflexión permanente de hombres y mujeres acerca de sus particulares premisas morales.

El debate sobre la penalización del aborto debe salir del “punto muerto” a que ha sido llevado por el fundamentalismo eclesiástico, el que al querer imponer su idea de que “el problema es cuándo comienza la vida” en la práctica está negando su disposición a discutir sobre el aborto, manteniendo el tema desde un principio en un callejón sin salida. Porque, para la sociedad, el “cuándo comienza la vida” no lo resuelve la religión (por mucho que ella crea que lo tiene resuelto), ni la ciencia ni la decisión política.

En cambio, la sociedad puede, efectivamente, deliberar y establecer políticamente las condiciones en las que está dispuesta a proteger la vida humana. Y en esta discusión no tienen por qué estar marginados los que, con argumentos desprovistos de fundamentos religiosos o metafísicos, estiman que la vida humana debe ser protegida desde la concepción. Pero sólo bajo la aceptación de este nuevo prisma, que reconoce la legitimidad de la voluntad democrática para establecer las condiciones en que la vida humana debe ser protegida, independientemente de lo que cada cual estime cuándo sea que comience la vida, se podrá generar una legislación consecuente para un estado laico tal que, por una parte, no imponga a nadie una concepción particular acerca del comienzo de la vida humana, y, por otra, tenga real posibilidad de mantener siempre abierta la discusión informada sobre la materia y sea capaz de adaptarse dinámicamente a las libertades y penalizaciones que la sociedad organizada vaya estableciendo en todo tiempo como manifestación de sus convicciones morales.

Marzo de 2009

martes, 10 de marzo de 2009

Los enemigos políticos del laicismo

El rechazo del laicismo a la intromisión religiosa en las decisiones del Estado es la aplicación de un principio más amplio, que es el de la independencia de las decisiones públicas de toda injerencia corporativa. La caracterización que se hace del laicismo, asumiendo como su objeto exclusivo el rechazo del intervencionismo religioso, corresponde a una versión parcial del laicismo, que se entiende muy justificada, por cierto, en el hecho de que el clericalismo religioso ha constituido la forma histórica más tenaz y persistente de intromisión corporativista en las decisiones del Estado. Sin embargo, en una concepción ampliada de laicismo, más acorde con los fenómenos políticos y sociales de los últimos 100 años, el rechazo al clericalismo religioso no es el único ni el definitorio del hacer laicista.

El laicismo encuentra su formulación más general en un rechazo a todos los particularismos que procuran incidir en las decisiones políticas en virtud de su particularidad. El desarrollo de la vida moderna ha traído nuevos fundamentalismos, no sólo religiosos, sino también políticos y económicos, que bien pueden ser equiparados al clericalismo religioso. La incidencia de los racismos y de los nacionalismos, por ejemplo, que procuran una participación política derivada de su razón particular, se oponen al laicismo, en la misma medida que lo hacen las religiones. El laicismo, a diferencia de lo que se conoce como corporativismo o comunitarismo, fundamenta la participación política en el individuo y en su adscripción a las decisiones políticas a través de instituciones no fundadas en el interés particular de un grupo, sino en el interés general. De este modo, se oponen al laicismo no sólo las religiones que aspiran directa o indirectamente a la conducción estatal, sino también agrupaciones de diverso tipo, que en función de una particularidad como la raza, en el caso del nazismo, o la nacionalidad, como en el caso de los líderes serbios de fines del siglo XX, o la clase social, como en los partidos pro dictadura del proletariado, tienen pretensión de dominio político, con el propósito de imponer un interés particular por sobre el interés general. En estos casos, el racismo, el nacionalismo y el clasismo son, a efectos de una consideración laica ampliada, similares a las religiones con pretensión política.

Del mismo modo, se oponen al laicismo las ideologías que procuran hacerse del Estado, y constreñir la sociedad civil a sus dictados, en tanto el carácter laico del Estado implica la existencia de una sociedad civil en la que puedan expresarse todas las espiritualidades, ideologías, y libertades, en las inimaginables formas en que la sociedad puede gestar asociaciones y manifestaciones,. En esta línea, los totalitarismos del siglo XX, como el fascismo o el comunismo, especies de clericalismo político, son opuestos al laicismo, para el que resulta inaceptable una premisa como la de Mussolini "todo dentro del Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado". El laicismo implica una sociedad civil de libertades garantizadas.

Pero hay también otra dimensión del laicismo, que proviene de su raigambre republicana, y dice relación ya no con los corporativismos de pretensión política, ni con los totalitarismos, sino con la forma en que las diversas ideologías preconizan la integración de los individuos a la sociedad política.

El laicismo constituye una postura de inclusión y participación ciudadana en las decisiones públicas. Este aspecto, esencial en el republicanismo, enfatiza la libertad como "no dominación" o como autonomía del sujeto. Conforme a esta visión, el ciudadano conquista su libertad en la medida en que, siendo un ente eminentemente social, concurre a la decisión pública o a la formación de la ley, que es la que le da su libertad. Siguiendo a Rousseau, el hombre es libre porque obedece a una ley que él mismo se ha dado. El laicismo, en consecuencia con el republicanismo, apela a la formación de la virtud cívica en el ciudadano, que se traduce en promoción de la participación ciudadana en las decisiones públicas, bajo los principios de libertad, igualdad y justicia, y en la mantención de un Estado como fuente de la libertades públicas en la sociedad civil.

De la visión republicana se distancia el liberalismo, que se basa en distintos conceptos acerca del hombre y de la libertad. Para el liberal, el hombre es por naturaleza un individuo al que se le concibe originalmente aislado, con derechos (la libertad y la propiedad privada entre otros) anteriores a toda asociación política, que se une con los demás para conformar un Estado que proteja sus derechos naturales. Esto es muy diferente al pensamiento republicano, para el cual el hombre es un ser esencialmente social, aún antes de toda sociedad política, y que crea al Estado como proyección de su carácter social, para fundar su libertad. El republicano asigna al hombre en sociedad la tarea de crear el Estado para obtener a través de él su libertad. El liberal, en cambio, crea el Estado para preservar sus derechos prepolíticos y se protege de él, para mantener su libertad individual.

De este modo, el liberalismo concibe a la libertad como una "no interferencia", esto es, como una ausencia efectiva de coacción. Si bien este concepto puede muchas veces coincidir en la práctica con el de "no dominación" del republicanismo, tiene una derivación bastante diferente en cuanto al modo en que se concibe al hombre en su relación con el Estado, para ser libre. Bajo el concepto liberal, el hombre se considera libre si el Estado "no se entromete" en su vida. Para el republicano, en cambio, el hombre es libre si tiene la posibilidad de participar en la formación de la voluntad política, que se da en el Estado, y decide, a través de su participación, a qué normas deberá someterse voluntariamente como hombre en sociedad. Por ello, para el republicano es esencial la formación de la virtud cívica, pues el más alto destino del hombre está en construir su libertad en el espacio público.

De estas diferentes concepciones se desprende que, para el liberal, el Estado debe ser mínimo; en todo lo que el individuo pueda hacer por su cuenta, debe procurar evitar que se inmiscuya el Estado. Para el republicano, en cambio, los hombres en sociedad deben definir, a través de su participación política en el Estado, lo que será manejado colectivamente y lo que será privado.

Cierto es que la distinción entre republicanismo y liberalismo se oscurece un tanto cuando se verifica su interrelación histórica, en que muchas veces ambas vertientes se han confundido en la práctica. En particular, la lucha contra el autoritarismo monárquico encontró regularmente unidos a republicanos y liberales. Concretamente, en nuestro país el liberalismo tuvo una honrosa historia de promoción de las libertades públicas, y aún de defensa y promoción del laicismo en la segunda mitad del siglo XIX, cuando políticos liberales, principalmente, impulsaron las denominadas leyes laicas, como las de cementerios públicos y de matrimonio civil, a través de duros e históricos enfrentamientos con los sectores políticos conservadores y con la jerarquía de la Iglesia. Cierto es, por tanto, que a pesar del concepto de libertad entendido como "no interferencia", y de un poder estatal entendido como mínimo, el liberalismo clásico no está fuera de la tradición laica en la medida que distingue y separa los planos de la economía y de la política, manteniendo para el Estado la ejecución de las funciones de interés general.

Sin embargo, con la aparición del neoliberalismo, entendido como el tipo de liberalismo fundado en las premisas de la teoría económica neoclásica y utilitarista de mediados del siglo XX, que pretende aplicar la lógica del homo economicus y de la libertad como "no interferencia" a todas las dimensiones de la vida social, el liberalismo se distancia de la vertiente republicana, hasta quedar en sus antípodas. El neoliberalismo generaliza la aplicabilidad del principio de subsidiariedad, y se alía así ideológicamente a la Iglesia Católica que define a este principio como uno de los 4 fundamentos de su Doctrina Social, poniendo en entredicho la antigua dimensión laica del liberalismo. Al acentuar el concepto de libertad asociado a un individuo aislado y "no interferido", el neoliberalismo promueve objetivamente la desvinculación del hombre con el hacer público, fomentando la desmotivación y apatía de participación en la ciudadanía, alejándose así del espíritu republicano y laico, y del ideal de virtud pública del ciudadano.

El neoliberalismo actúa con la pretensión de desmontar y minimizar el rol del Estado para, a través de la mercantilización de las relaciones sociales, transferir el poder efectivo a las entidades de poder económico que operan en la sociedad civil. Esto es simétrico, y concordante, con la acción de la Iglesia Católica, que procura, a través de la promoción del mismo principio de subsidiariedad, debilitar al Estado para que éste no interfiera en el poder social y en la hegemonía cultural que, con finalidad política, ella se forja en la sociedad civil. En definitiva, las pretensiones neoliberales de arrebatar al Estado y entregar a los privados la gestión de los asuntos de interés general constituye una especie de clericalismo económico, tan contrario al laicismo como las de las religiones que afectan la autonomía de decisión política de los Estados, o de los corporativismos que pretenden el dominio de su interés particular por sobre el interés general, o de los totalitarismos que se hacen del Estado y niegan la sociedad civil.

Distante de esas alternativas, el laicismo, situado desde siempre en la tradición republicana, promueve las opciones políticas que impliquen un Estado que sea garante de las libertades ciudadanas y de la tolerancia en la sociedad civil, el que sólo puede realizarse, por una parte, si la ciudadanía, formada en la virtud cívica, participa significativamente en la construcción permanente del instrumento que garantiza sus derechos, y, por otra, en la medida que el mismo Estado tenga la fortaleza suficiente para constituir eficazmente esas garantías para la sociedad civil.

martes, 17 de febrero de 2009

Por una acción laicista en la sociedad civil

Para la teoría del laicismo, en la esfera de la sociedad civil, toda creencia religiosa, sin otra limitación que el respeto y la consideración por el prójimo, debe tener plena libertad para difundir su creencia, reclutar prosélitos, elevar templos y manifestar pública y privadamente su fe. La contrapartida de esta tolerancia en la sociedad civil es la absoluta prescindencia del Estado y de sus funcionarios, de consideración religiosa alguna, en la formulación y en la ejecución de la ley. De este modo, siendo prescindente, el Estado garantiza la tolerancia en la sociedad civil, la que es, en esencia, políticamente neutral.

El laicismo tiene raigambre moderna. El Estado que surgió en la Europa Occidental a la disolución del régimen feudal, y que derivó en el desarrollo de las instituciones republicanas, tuvo como característica la secularización de las instituciones hasta entonces dominadas por la Iglesia. Un proceso coadyuvante fue la Reforma religiosa que se desató a partir de las proclamas de Lutero en 1517, y que socavaron desde dentro el poder de la jerarquía eclesiástica. No fue sin embargo sino tras las guerras de religión, entre católicos y protestantes, que aterrorizaron a la población francesa durante los últimos 30 años del siglo XVI (matanza de San Bartolomé incluida), cuando se convirtió en convicción ciudadana que el Estado debía ser garante de la tolerancia religiosa (Edicto de Nantes de 1598). El catolicismo, siempre fuerte en Francia, debió someterse al nuevo acuerdo político religioso. En los siglos siguientes, el Estado moderno laico y los valores republicanos habrían de tener una mejor viabilidad en las sociedades de predominio protestante antes que en las católicas, siendo probablemente la inexistencia de una clase clerical en el protestantismo lo que hizo una diferencia respecto de la mayor posibilidad de desarrollar en ellas la libertad de conciencia en los ciudadanos.

El tema nos resulta relevante, pues Chile se inscribe dentro de los países de predominio católico, lo que ha constituido un inconveniente histórico mayor para la promoción de la libertad de conciencia. La Iglesia Católica, a despecho de los acuerdos oficiales que la separan del Estado, y que no han sido para ella más que opciones tácticas circunstanciales, no se ha resignado a dejar de presionar al poder político para que éste, a través de la ley, establezca como obligatorios, para todos los ciudadanos, los preceptos que emanan de su particular credo.

Por ejemplo, en la discusión sobre la eventual despenalización del aborto, en un utópico contexto en que la Iglesia Católica respetara la diversidad y la libertad de conciencia, ella debería excluirse de la discusión pública, y limitarse tan sólo a instruir a sus fieles que, conforme a la ley divina a la que ellos adhieren, la práctica del aborto les está prohibida. Pero no es así, la Iglesia, desde que dejó de ser una secta de perseguidos y se constituyó en la religión oficial del Imperio Romano en el siglo IV, ha actuado en función del poder, el que procura ejercer ya sea directa o indirectamente, y sus posturas sobre el aborto, la píldora del día después, la eutanasia, la fecundación in vitro y la clonación, entre otras, muestran su proverbial pretensión de acudir a la coacción estatal para generalizar el cumplimiento de sus postulados morales.

El poder actual de la Iglesia en nuestro país lo obtiene por medio de una hegemonía largamente trabajada en la sociedad civil. En la práctica, la Iglesia, a través de su organizada acción empresarial, educacional y social, actúa predominantemente con el objetivo disponer de mecanismos de poder económico y de influencia cultural en la sociedad y, por consecuencia, en el Estado. De este modo, la Iglesia actúa en la sociedad civil, presionando al Estado, a través de la hegemonía cultural que ella logra, al participar decisivamente en la formación de la conciencia de los ciudadanos en todas las etapas de la vida, y con el respaldo material que le da su alianza con el poder económico conservador. Es el acceso al poder social y político a través del dominio de la cultura, que se construye, con respaldo económico, desde la más lejana infancia en la conciencia de los niños, abortando el desarrollo de sus conciencias libres, y utilizando para ello la inoculación del miedo y de la culpa. El catecismo, que podría ser un inobjetable instrumento de formación para conciencias libres que autónomamente decidan adherir a una religión, es utilizado para sojuzgar por el terror las débiles conciencias infantiles, con un inconfesable propósito de poder.

Las organizaciones laicas, con razón, se han orientado a defender las decisiones del Estado de la intromisión eclesiástica, con la expectativa de doblegar la voluntad clerical, y ganar consenso ciudadano para resistirla en la educación, en la salud y en la cultura, y mantener viva la llama por la libertad de conciencia y por la autonomía de decisión de los ciudadanos.

Cabe preguntarse, sin embargo, si la constatación de que el carácter irrenunciablemente clericalista de la Iglesia Católica ha quebrado el carácter neutro que se suponía para la sociedad civil no obliga a fortalecer el laicismo en los mismos intersticios de la sociedad en que se enquista la base del poder clerical. Quizás no basta con situarse en las fronteras del Estado para defender su carácter laico. Si las entidades de sociedad civil, esto es la empresa, el comercio, el barrio, las sociedades de beneficencia, el deporte, la escuela, la universidad y otras, son abandonadas a su libre juego, no hay futuro para la libertad de conciencia. Es como el libre mercado: cuando aparece el monopolio se acaban los beneficios del modelo. La sociedad civil en Chile no es políticamente neutral pues se ha establecido en ella la hegemonía cultural eclesiástica, sustentada en el poder económico, y juega objetivamente a favor de la pretensión de dominio clerical sobre los poderes públicos. Quizás, entonces, el laicismo debería vérselas no sólo con la preservación directa del Estado de la influencia religiosa, sino también con disputar la hegemonía cultural de la Iglesia, actuando, por una parte, como competencia ideológica en los espacios de la sociedad civil donde ella se manifiesta, y promoviendo, por otra, políticas públicas que minen las instancias que proporcionan la base material para el hacer político del clericalismo.

jueves, 22 de enero de 2009

Laicismo y ecumenismo en educación

(Artículo del autor publicado en Temas del Laicismo Chileno)

Para el laicismo, no basta que el Estado sea neutral en materia religiosa, debe ser prescindente. Esto es particularmente significativo cuando se refiere a la educación de la juventud, plano en el cual el laicismo proclama la necesidad de cautelar el libre desarrollo de la conciencia del niño, esto es, libre de adoctrinamientos y de la acción de grupos de presión. Más válido es esto aún en la educación pública, que es financiada por la ciudadanía en general.

En la etapa de la vida en que se encuentra el educando en la enseñanza básica y media, toda presión religiosa o ideológica atenta en contra de su libre despertar de conciencia, al que la escuela colabora procurándole acceso al conocimiento, preparándolo así para alcanzar un nivel de madurez en libertad y autonomía personal. Por este motivo, el laicismo postula la prescindencia absoluta de doctrinas y signos religiosos en el aula, al tiempo que respalda los esfuerzos institucionales, docentes y financieros por elevar la calidad de la entrega de conocimientos en la formación del alumno.

En Chile, la situación del Estado puede calificarse de "semi confesional" o "no confesional", pero en ningún caso de laica. La actual Constitución Política mantiene la exención de toda clase de contribuciones a los templos religiosos y sus dependencias, y no hace tanto tiempo se ha dictado una Ley de Cultos que reconoce y otorga privilegios a las religiones en general lo que, por cierto, ha permitido a los distintos credos religiosos superar la discriminación de que habían sido históricamente víctimas en relación con la Iglesia Católica. Sin embargo, esta especie de ecumenismo no es laicismo, sino, por el contrario, significa ampliación a todas las religiones de los beneficios que ya tiene la Iglesia Católica. A diferencia de esto, el laicismo implica que toda religión debe ser ajena y externa al Estado.

El carácter no laico de la Educación en nuestro pais se hace evidente con la existencia de enseñanza religiosa en las escuelas públicas, así como en los reconocidos intentos de la autoridad eclesiástica por lograr que su asignatura tenga la más alta relevancia en la formación de los jóvenes. Tan escasamente laica, por otra parte, es la conciencia pública en esta materia, que hasta la fecha pocos han objetado una proposición del diputado Maximiano Errázuriz, que se encuentra en trámite en el Congreso, destinada a que el Estado sufrague la erección de capillas de oración en todos los establecimientos educacionales que se construyan en adelante en el país.

A un nivel global, la Iglesia Católica ha dado por finalizada su histórica guerra ideológica con las demás religiones, y ha iniciado una ofensiva mundial revisionista, bajo la dirección del papa Benedicto XVI, contra el laicismo. Con este objeto, la Iglesia ha considerado útil conformar una estrategia ecumenista que una a hombres de distintas religiones, sean cristianos, musulmanes, judíos u otros, en contra de aquellos que pretendan bloquear su acceso al poder político y su pretensión de poner en cuestión las bases que dieron origen a la moderna institucionalidad republicana a partir de la revolución francesa. Esta estrategia papal ecumenista se manifiesta actualmente bajo el confuso rótulo de laicismo positivo, y se materializa, entre otros, en el intento de volver a entronizar la religión en los Estados y en la educación.

Por ello, en nuestro país, aún cuando pareciera que el tema no está a la orden del día en Educación, puesto que, dada la crítica situación actual, el principal énfasis debe estar puesto en la calidad de la enseñanza y en el papel que en ello debe cumplir el Estado, cabe no olvidar que el carácter laico de la educación pública, que está considerado en el proyecto de ley que actualmente se tramita en el Congreso, debe significar prescindencia absoluta de enseñanza religiosa en la educación pública y no neutralidad religiosa ni aceptación del ecumenismo en la escuela.

lunes, 12 de enero de 2009

Educación y Principio de Subsidiariedad

(Artículo del autor publicado en Temas del Laicismo Chileno)

El principio de subsidiariedad, idea fundamental de la construcción económica y social que emprendiera el régimen militar chileno, sostiene que el Estado debe concebirse como una entidad superior que se constituye básicamente a partir de la concurrencia de los seres humanos individuales y de los grupos intermedios que éstos crean, partiendo por la familia y continuando por las agrupaciones y empresas de diversa magnitud, hasta llegar a conformar al Estado. Bajo esta visión, las agrupaciones superiores o más complejas existen sólo para cumplir los fines que las inferiores no pueden realizar, por lo que se justifica la prescindencia casi absoluta del Estado en las actividades económicas y en buena parte de las actividades sociales que pueden ser llevadas a cabo por empresas privadas.

Este principio, fundamental también en la Doctrina Social de la Iglesia, quedó expresamente descrito en la Declaración de Principios de la Junta de Gobierno proclamada el 11 de marzo de 1974, y a partir de ahí, constituyó la piedra fundamental del entramado constitucional, económico y social que transformó a Chile en un país modelo de la aplicación del neoliberalismo.

No resulta difícil encontrar la asociación de este principio con el desmantelamiento que efectuó el régimen militar de las funciones sociales que hasta principios de la década del 70 del siglo pasado eran abordados, bien o mal, por el Estado, tales como la previsión, la salud y la educación. A partir de cierto momento, los recursos que se generaban desde los privados y desde la Caja Fiscal para el uso social del Estado, fueron redireccionados hacia entidades privadas como las AFP, las Isapres y establecimientos educacionales no estatales, cumpliendo con el principio de subsidiariedad, que establece que el Estado, como entidad superior, no debe hacerse cargo de estas gestiones si ellas pueden ser realizadas por entidades inferiores. Evidentemente el redireccionamiento de los fondos no llegó a entidades tan inferiores como las personas o las familias, sino a otras más intermedias como son las empresas, muchas de ellas hoy de gigantescas dimensiones, que han podido bien lucrar y recibir privadamente los beneficios de su actividad, con discutibles niveles de calidad.

Si se mira bien, el principio de subsidiariedad parte de considerar al hombre como un Robinson Crusoe en su isla, tal como la teoría económica parte del homo economicus separado del mundo, o como alguna teoría del derecho natural supone que los hombres se unen al modo de átomos y conforman el Estado para proteger derechos que supuestamente tendrían desde siempre (los derechos del hombre le fueron dados por el Creador, decía la Declaración de Principios de la Junta de Gobierno de 1974). La abstracción del hombre solo, aislado de la sociedad, como fundador de derechos, fuente del principio de subsidiariedad, ha sido el pilar de los movimientos ideológicos del neoliberalismo, que en la práctica aspiran a la desaparición del espacio público, fagocitándolo vía privatización. Bajo esta concepción, la acción del Estado será regularmente una intromisión y un atentado a la libertad de los individuos, salvo que se fundamente en el principio de subsidiariedad.

Nada más ajeno que este principio, para el ideario republicano y laico que gestó a la sociedad moderna. Lejos está del republicanismo concebir al hombre como un individuo originalmente aislado y que tiene derechos anteriores y exteriores a la sociedad política. Para el ideal republicano, en que el hombre es esencialmente social, es la voluntad política de los ciudadanos la que crea la norma y la ley, de donde el hombre obtiene su libertad. Es la ley, manifestación de la voluntad ciudadana, la que permite superar el estado de natural sujeción de los débiles frente a los poderosos, sustituyéndolo por un orden que protege a todos por igual.

El Estado moderno sucede revolucionariamente a las monarquías absolutas en el mundo occidental, a partir del siglo XVIII, creando un espacio público donde ya no tienen cabida los privilegios de la nobleza y del clero, y donde sí cabe la consideración de hombres libres e iguales, creada y garantizada por un Estado, expresión de la soberania popular, sin el cual no hay libertad ni igualdad. Fue con la consolidación del ideal republicano en el mundo occidental en el siglo XVIII, al que es consustancial el laicismo, cuando se estableció la instruccion generalizada como la vía para garantizar en el tiempo la mantención de las condiciones de libertad e igualdad, que habían sido costosamente conquistadas, arrebatando los privilegios de la nobleza y el clero. La educación que era impartida por el clero en Europa hasta el siglo XVIII, pasó a ser pública y tarea preferente del Estado, asegurándose de este modo que el conocimiento llegaría a los más amplios sectores posibles, que la enseñanza sería un factor integrador y unificador en la población joven, que el Estado crearía un espacio para que la juventud fuera instruida al margen de dogmas y sectarismos, todo lo cual debía ser garantía para la pervivencia de los valores republicanos y de la propia República. Lo que pasó a ser "subsidiario" con la República fue la educación privada, laica o religiosa, a la que se le reconoció el derecho a existir, financiada con sus propios recursos, como corresponde a una concepción política que ejercita la tolerancia y que respeta la diversidad en el desarrollo de las actividades de la sociedad civil.

La vida republicana en nuestro país, en el siglo XIX, significó crear un espacio público para la realización de los derechos proclamados por los libertadores americanos, herederos de la Ilustración europea, marco en el cual se desarrolló un proceso progresivo de ampliación de la educación pública. Para la concepción republicana, lo público no es aquello que no pueda abordar lo privado, como nos ha legado la ideología neoliberal, sino que es esencialmente aquello que es del común interés de todos. Precisamente aquello que nos ha pretendido escamotear el principio neoliberal de la subsidiariedad, enquistado en nuestras instituciones y aún en nuestras conciencias (tal que lo público para muchos, y especialmente en jóvenes criados bajo su doctrina, no merece siquiera la molestia de concurrir a votar una vez cada dos o tres años).

La enormidad de consecuencias que ha acarreado la proposición maestra llevada a cabo por los "ideólogos" del neoliberalismo, no ha sido puesta seriamente en tela de juicio en nuestra sociedad, después de 20 años de recuperación de los procedimientos democráticos. La vida política se ha desarrollado, en la práctica, aceptando el rol subsidiario del Estado impuesto por la ideologia neoliberal, sin insinuar seriamente la posibilidad del desmontaje de la inmoral apropiación y privatización de beneficios que tal política ha significado.

Por ello, cuando como sociedad civil y política estamos redefiniendo la estructura de nuestro sistema educacional, para restablecer las condiciones que permitan asegurar una instrucción generalizada de alta calidad para nuestra juventud, parece oportuno concurrir a debatir y denunciar el principio filosófico político que fundamentó la organización educacional de corte neoliberal vigente, esto es el principio de subsidiariedad, y levantar la restauración de la concepción republicana de la educación.

domingo, 14 de diciembre de 2008

La Instrucción vaticana Dignitas personae

(Artículo del autor publicado en Temas del Laicismo Chileno)

El 12 de noviembre reciente, y previa aprobación de Benedicto XVI, la Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano ha hecho pública la Instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética, una versión actualizada de la Donum Vitae de 1987, que constituye una revisión moral eclesiástica de los nuevos procedimientos que ha desarrollado la bioética en los últimos 20 años.

La idea de que el ser humano es tal desde el momento de la concepción, contenida en la primera frase de la Instrucción, no constituye novedad en la perspectiva eclesiástica, y es el fundamento en la práctica para la oposición de la Iglesia Católica al aborto, a la fertilización in vitro y a la difusión de la denominada píldora del día después, entre otros. Con la reciente Instrucción quedan actualizadas las restricciones que la jerarquía católica establece para sus fieles. De este modo, en el uso tanto reproductivo como terapéutico de la bioética, quedan prohibidos el uso de medios de intercepción y contragestación, así como todas las técnicas de fecundación artificial que sustituyen al acto conyugal, la inyección intracitoplasmática de espermatozoides, la criopreservación de embriones(aún para usos terapéuticos), la crioconservación de óvulos, la reducción embrionaria, la terapia génica germinal, la clonación humana, el uso de células troncales embrionarias o células diferenciadas derivadas de ellas, y finalmente el uso de óvulos de animales para la reprogramación de los núcleos de células somáticas humanas.

Como se puede apreciar, la nómina de prohibiciones reduce significativamente la posibilidad de los fieles católicos de valerse de las técnicas terapéuticas más modernas para permitirse la procreación cuando el hijo no llega, para aliviar sus enfermedades o para reducir el dolor. Pero, reconozcamos, la fe es más fuerte y, en la medida que no se vea afectado el derecho común, y en honor a la tolerancia en la sociedad civil, para todos debe resultar inobjetable el derecho de la grey católica a seguir las instrucciones de sus pastores.

Con todo, deseo referirme a dos puntos que hacen que esta Instrucción de la Iglesia Católica, dirigida a sus fieles, no pueda ser indiferente para el resto del mundo. Me refiero, por una parte, a su pretensión de universalidad, y, por otra, al uso abusivo que la jerarquía efectúa del concepto de dignidad.

En efecto, la Iglesia Católica no se conforma con instruir a sus fieles, y aspira a que todo el mundo se someta a su particular visión. Dignitas personae señala expresamente que su afirmación de que la existencia humana es tal desde la concepción debería "estar en los fundamentos de todo orden jurídico". A continuación, da a entender que el embrión humano requeriría tener el status jurídico de una persona, y finalmente llama a los médicos a evitar la "cooperación al mal y al escándalo" en esta materia oponiéndose a las leyes, a su juicio, "gravemente injustas". En estas expresiones, no cabe duda que la más alta jerarquía de la Iglesia Católica está instando a sus fieles a lograr que las instrucciones válidas para ellos, basadas en sus particulares dogmas, sean vinculantes para todos. Cualquier no católico, por cierto, tiene derecho a coincidir con la Iglesia en cuanto a que el ser humano lo es desde la concepción, e incluso la sociedad podría convenir en ello a través de un procedimiento discursivo y democrático, pero de ninguna manera es aceptable, desde la perspectiva laica, la pretensión eclesiástica de imponer su particular visión del ser humano, sobre la base de su fe en la revelación y el dogma.

Por otra parte, en apoyo a la pretensión de imponer a toda la comunidad la "verdad" que ella establece para sus fieles, la Iglesia Católica utiliza abusivamente el concepto de la dignidad humana, y sobre este punto es conveniente hacer una reflexión que contribuya a clarificar el uso del concepto.

Podría parecer curioso, a este respecto, que el título elegido por el Vaticano para encabezar esta Instrucción sea prácticamente coincidente con el de "Dignidad y Bioética", con que se titula el informe elaborado a comienzos de este año por el Consejo Presidencial sobre Bioética en Estados Unidos, organismo asesor del Presidente George W. Bush. Sin embargo, la coincidencia lo que hace es evidenciar el atractivo que el concepto de "dignidad" ha adquirido en los círculos morales conservadores para levantar oposición a la mayor parte de los procedimientos terapéuticos fundados en la bioética.

Es particularmente lamentable el uso manipulador y perverso que estas entidades están haciendo de un venerado concepto que, utilizado en forma abstracta por una ideología moral conservadora, como la del gobierno de Bush o la de la Iglesia Católica, se transforma en un concepto oficial y externo a las personas. La autoridad estatal o eclesiástica se erige en protectora de una "dignidad humana" cuyo contenido es definido por la propia autoridad. La Iglesia Católica se ha valido desde hace un tiempo de este concepto, como un "caballito de Troya" que pretende ahogar en su propio concepto a quienes le reclaman desde perspectivas anti conservadoras. Es así como en el Catecismo Oficial de la Iglesia Católica de 1997 se verifica que la palabra "dignidad" aparece más de 100 veces, y en esta Instrucción "Dignitas Humanae", además de ser usada en el título, "dignidad" se menciona en 33 ocasiones.

Quizás, como hace notar el psicólogo evolucionista Steven Pinker, de la Universidad de Harvard, en su artículo "La Estupidez de la Dignidad" publicado en The New Republic en mayo del presente año, el propio concepto de "dignidad" es resbaladizo y ambiguo, admitiendo interpretaciones equívocas. Por ejemplo, dice Pinker, se afirma que la esclavitud es mala porque priva de la dignidad al esclavo; pero, por otra parte, podemos señalar que nada, ni la esclavitud, puede quitarle la dignidad a una persona. Las dos acepciones aparecen correctas desde una misma mirada moral, pero el problema estaría en que, en abstracto, el concepto permitiría un uso ambiguo.

Por ello, cabe indicar que el concepto de dignidad es moralmente significativo cuando se especifica en forma precisa y concreta, y no cuando se impone como un concepto etéreo, abstracto y metafísico por la autoridad. La dignidad es moralmente significativa cuando es "mi dignidad" que exijo sea respetada, no cuando la autoridad quiere enseñarme cuál es mi dignidad.

Sin renunciar a la idea de que el concepto de dignidad es moralmente significativo cuando se utiliza en forma concreta, comparto con la bioeticista Ruht Macklin, referenciada por Pinker en el trabajo citado, que para los efectos éticos, el concepto que es más útil que el de la dignidad es el de la autonomía personal. Allí donde la Iglesia Católica está tan interesada en referirse a la dignidad para imperar moralmente en el nacimiento, en la reproducción y en la muerte de los seres humanos, el planteamiento de la autonomía personal le dice que, estando el ser humano en posesión de sus medios, NADIE tiene derecho a inmiscuirse en su vida, en su cuerpo o en su libertad, y la misión ética de la biología consiste en proporcionarle información relevante para su compresión, y en operar conforme a su consentimiento.

Si de dignidad se trata, hagámosla concreta. La dignidad para el hombre frente a los dilemas bioéticos está en reconocer que el ser humano tiene, en general, la capacidad para resolver respecto de su vida, su cuerpo y su libertad. Esa dignidad que emana de cada hombre, y no de una facultad celestial, es el respeto a su autonomía personal. Esa es la auténtica "dignitas personae".

Lamentablemente, las decisiones públicas acerca de la bioética están frecuentemente inundadas de presiones eclesiásticas que se manifiestan en el poder político, y no sería raro que millones de seres, aún no siendo católicos, tengan que morir, no nacer, o sufrir enfermedad, porque las leyes le habrán prohibido hacer uso de los adelantos científicos que les permitirían vivir o aliviar su dolor.