miércoles, 25 de marzo de 2009

Otro contexto para el debate sobre el aborto

Otro contexto para el debate sobre el aborto

Carlos Leiva Villagrán


Que el aborto sea o no penalizado es siempre una decisión política. En los estados republicanos democráticos, la decisión se adopta conforme a los procedimientos establecidos en sus constituciones, leyes y reglamentos, que prevén la participación ciudadana directa o representada, y que son el resultado, directo o indirecto, de las preferencias mayoritarias de los ciudadanos involucrados en las decisiones, enmarcadas en el respeto a los derechos básicos de las minorías ciudadanas garantizadas por el Estado de Derecho. Lo que sea considerado un crimen en una sociedad democrática, y merezca ser castigado, lo decide la propia sociedad en forma deliberativa, haciendo uso de la institucionalidad política que ella misma se da.

La decisión política de penalización o no del aborto, significa establecer a partir de qué momento, en el continuum de la vida, la ley reconoce el derecho a protegerla, y por tanto decide penalizar su transgresión. Esta precisión es relevante porque al tenor de la discusión que se lleva a cabo en Chile pareciera que la decisión política requeriría básicamente establecer cuándo comienza la vida humana. Equivocado camino. La determinación del comienzo de la vida humana corresponde más bien a un ejercicio metafísico que escapa a todo consenso razonado, aún a la ciencia, y que vanamente podría ser establecido por la institucionalidad política.

Hay quienes sostienen que la vida humana es tal desde la concepción, como lo hace la Iglesia Católica (post 1869, fecha en que el Papa Pío IX modificó la tradicional enseñanza eclesiástica de que el feto adquiría alma humana a partir de los 40 días después de la concepción; y esto era para el alma masculina, porque el embrión femenino tardaba en recibir el alma hasta los 80 días de gestación). Frente a esto, muchos argumentan que el embrión humano es meramente un conglomerado de células, que aunque tenga potencial de humanidad, no puede ser considerado un ser humano. Otros asocian el comienzo de la vida del ser humano con el inicio de la conformación morfológica del cerebro o con la eventual capacidad del feto de vivir independientemente de la madre. Sin excluir, por último, a Peter Singer quien sostiene que la vida humana es tal sólo en tanto disponga de conciencia, lo que le lleva sostener que los padres podrían tener aún derecho a disponer de la vida de sus hijos durante los 3 primeros años de vida.

Es evidente entonces que obtener un consenso sobre una cuestión a la que se accede por creencia o por disquisición metafísica es imposible. Por lo demás, sería incompatible con su carácter laico, que el Estado tomara partido por alguna de las distintas creencias que hay sobre la materia. Sin embargo, y a pesar de su neutralidad, el Estado tiene la obligación de reflejar en la ley lo que la ciudadanía, democráticamente manifestada, estima moralmente adecuado en un tiempo determinado. Ahora bien, lo que es legítimamente una decisión ciudadana en relación con el aborto no consiste en establecer cuándo comienza la vida humana sino en determinar las condiciones en que la vida humana deberá ser obligatoriamente protegida. Planteado así, es posible superar el entrampamiento de un debate equivocado, que ha sido centrado en lo que sostienen los fundamentalistas religiosos en cuanto a que para definir desde cuándo se protege la vida humana hay que establecer un consenso respecto a cuándo comienza la vida humana, lo que, como se ha mostrado, es un metafísico imposible de convenir.

A diferencia de las creencias, que no pueden ser la base para determinar las condiciones para penalizar el aborto, la ciencia, que constituye el instrumento de que dispone el hombre para hacerse del conocimiento, puede proporcionar información proveniente de su investigación de la naturaleza del hombre para enriquecer la reflexión. Es cierto que la ciencia tampoco puede determinar la cuestión metafísica de cuándo comienza la vida humana (a pesar de que hay "científicos" investidos de ideología que son capaces de establecer un puente entre ciencia y fe en respaldo de su creencia). Escapa a la misión de la ciencia, que es un conocimiento que alcanza verdades siempre provisorias a través de la hipótesis, experimentación y verificación, la tarea de darle el noble título de "humano" a un momento específico de la corriente continua de la vida que se transmite milenariamente de progenitores a descendientes. La ciencia describe las características químicas, morfológicas y fisiológicas del embrión y del feto, informa acerca de las capacidades y riesgos del sistema nervioso en las fases de su conformación, o sobre las condiciones que dan potencial autonomía al feto, todos elementos que la discusión debería tener en cuenta para llegar, de manera informada y enriquecida, a la decisión política. Sin embargo, a pesar que la ciencia no sustituye a la decisión política, porque el fundamento de la legislación sobre el aborto no es científico (como tampoco religioso) sino moral, ella tiene la virtud de iluminar, con rigurosidad, y cada vez con mayores antecedentes, la comprensión de la ciudadanía sobre la naturaleza del hombre, contribuyendo así a la reflexión permanente de hombres y mujeres acerca de sus particulares premisas morales.

El debate sobre la penalización del aborto debe salir del “punto muerto” a que ha sido llevado por el fundamentalismo eclesiástico, el que al querer imponer su idea de que “el problema es cuándo comienza la vida” en la práctica está negando su disposición a discutir sobre el aborto, manteniendo el tema desde un principio en un callejón sin salida. Porque, para la sociedad, el “cuándo comienza la vida” no lo resuelve la religión (por mucho que ella crea que lo tiene resuelto), ni la ciencia ni la decisión política.

En cambio, la sociedad puede, efectivamente, deliberar y establecer políticamente las condiciones en las que está dispuesta a proteger la vida humana. Y en esta discusión no tienen por qué estar marginados los que, con argumentos desprovistos de fundamentos religiosos o metafísicos, estiman que la vida humana debe ser protegida desde la concepción. Pero sólo bajo la aceptación de este nuevo prisma, que reconoce la legitimidad de la voluntad democrática para establecer las condiciones en que la vida humana debe ser protegida, independientemente de lo que cada cual estime cuándo sea que comience la vida, se podrá generar una legislación consecuente para un estado laico tal que, por una parte, no imponga a nadie una concepción particular acerca del comienzo de la vida humana, y, por otra, tenga real posibilidad de mantener siempre abierta la discusión informada sobre la materia y sea capaz de adaptarse dinámicamente a las libertades y penalizaciones que la sociedad organizada vaya estableciendo en todo tiempo como manifestación de sus convicciones morales.

Marzo de 2009

martes, 10 de marzo de 2009

Los enemigos políticos del laicismo

El rechazo del laicismo a la intromisión religiosa en las decisiones del Estado es la aplicación de un principio más amplio, que es el de la independencia de las decisiones públicas de toda injerencia corporativa. La caracterización que se hace del laicismo, asumiendo como su objeto exclusivo el rechazo del intervencionismo religioso, corresponde a una versión parcial del laicismo, que se entiende muy justificada, por cierto, en el hecho de que el clericalismo religioso ha constituido la forma histórica más tenaz y persistente de intromisión corporativista en las decisiones del Estado. Sin embargo, en una concepción ampliada de laicismo, más acorde con los fenómenos políticos y sociales de los últimos 100 años, el rechazo al clericalismo religioso no es el único ni el definitorio del hacer laicista.

El laicismo encuentra su formulación más general en un rechazo a todos los particularismos que procuran incidir en las decisiones políticas en virtud de su particularidad. El desarrollo de la vida moderna ha traído nuevos fundamentalismos, no sólo religiosos, sino también políticos y económicos, que bien pueden ser equiparados al clericalismo religioso. La incidencia de los racismos y de los nacionalismos, por ejemplo, que procuran una participación política derivada de su razón particular, se oponen al laicismo, en la misma medida que lo hacen las religiones. El laicismo, a diferencia de lo que se conoce como corporativismo o comunitarismo, fundamenta la participación política en el individuo y en su adscripción a las decisiones políticas a través de instituciones no fundadas en el interés particular de un grupo, sino en el interés general. De este modo, se oponen al laicismo no sólo las religiones que aspiran directa o indirectamente a la conducción estatal, sino también agrupaciones de diverso tipo, que en función de una particularidad como la raza, en el caso del nazismo, o la nacionalidad, como en el caso de los líderes serbios de fines del siglo XX, o la clase social, como en los partidos pro dictadura del proletariado, tienen pretensión de dominio político, con el propósito de imponer un interés particular por sobre el interés general. En estos casos, el racismo, el nacionalismo y el clasismo son, a efectos de una consideración laica ampliada, similares a las religiones con pretensión política.

Del mismo modo, se oponen al laicismo las ideologías que procuran hacerse del Estado, y constreñir la sociedad civil a sus dictados, en tanto el carácter laico del Estado implica la existencia de una sociedad civil en la que puedan expresarse todas las espiritualidades, ideologías, y libertades, en las inimaginables formas en que la sociedad puede gestar asociaciones y manifestaciones,. En esta línea, los totalitarismos del siglo XX, como el fascismo o el comunismo, especies de clericalismo político, son opuestos al laicismo, para el que resulta inaceptable una premisa como la de Mussolini "todo dentro del Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado". El laicismo implica una sociedad civil de libertades garantizadas.

Pero hay también otra dimensión del laicismo, que proviene de su raigambre republicana, y dice relación ya no con los corporativismos de pretensión política, ni con los totalitarismos, sino con la forma en que las diversas ideologías preconizan la integración de los individuos a la sociedad política.

El laicismo constituye una postura de inclusión y participación ciudadana en las decisiones públicas. Este aspecto, esencial en el republicanismo, enfatiza la libertad como "no dominación" o como autonomía del sujeto. Conforme a esta visión, el ciudadano conquista su libertad en la medida en que, siendo un ente eminentemente social, concurre a la decisión pública o a la formación de la ley, que es la que le da su libertad. Siguiendo a Rousseau, el hombre es libre porque obedece a una ley que él mismo se ha dado. El laicismo, en consecuencia con el republicanismo, apela a la formación de la virtud cívica en el ciudadano, que se traduce en promoción de la participación ciudadana en las decisiones públicas, bajo los principios de libertad, igualdad y justicia, y en la mantención de un Estado como fuente de la libertades públicas en la sociedad civil.

De la visión republicana se distancia el liberalismo, que se basa en distintos conceptos acerca del hombre y de la libertad. Para el liberal, el hombre es por naturaleza un individuo al que se le concibe originalmente aislado, con derechos (la libertad y la propiedad privada entre otros) anteriores a toda asociación política, que se une con los demás para conformar un Estado que proteja sus derechos naturales. Esto es muy diferente al pensamiento republicano, para el cual el hombre es un ser esencialmente social, aún antes de toda sociedad política, y que crea al Estado como proyección de su carácter social, para fundar su libertad. El republicano asigna al hombre en sociedad la tarea de crear el Estado para obtener a través de él su libertad. El liberal, en cambio, crea el Estado para preservar sus derechos prepolíticos y se protege de él, para mantener su libertad individual.

De este modo, el liberalismo concibe a la libertad como una "no interferencia", esto es, como una ausencia efectiva de coacción. Si bien este concepto puede muchas veces coincidir en la práctica con el de "no dominación" del republicanismo, tiene una derivación bastante diferente en cuanto al modo en que se concibe al hombre en su relación con el Estado, para ser libre. Bajo el concepto liberal, el hombre se considera libre si el Estado "no se entromete" en su vida. Para el republicano, en cambio, el hombre es libre si tiene la posibilidad de participar en la formación de la voluntad política, que se da en el Estado, y decide, a través de su participación, a qué normas deberá someterse voluntariamente como hombre en sociedad. Por ello, para el republicano es esencial la formación de la virtud cívica, pues el más alto destino del hombre está en construir su libertad en el espacio público.

De estas diferentes concepciones se desprende que, para el liberal, el Estado debe ser mínimo; en todo lo que el individuo pueda hacer por su cuenta, debe procurar evitar que se inmiscuya el Estado. Para el republicano, en cambio, los hombres en sociedad deben definir, a través de su participación política en el Estado, lo que será manejado colectivamente y lo que será privado.

Cierto es que la distinción entre republicanismo y liberalismo se oscurece un tanto cuando se verifica su interrelación histórica, en que muchas veces ambas vertientes se han confundido en la práctica. En particular, la lucha contra el autoritarismo monárquico encontró regularmente unidos a republicanos y liberales. Concretamente, en nuestro país el liberalismo tuvo una honrosa historia de promoción de las libertades públicas, y aún de defensa y promoción del laicismo en la segunda mitad del siglo XIX, cuando políticos liberales, principalmente, impulsaron las denominadas leyes laicas, como las de cementerios públicos y de matrimonio civil, a través de duros e históricos enfrentamientos con los sectores políticos conservadores y con la jerarquía de la Iglesia. Cierto es, por tanto, que a pesar del concepto de libertad entendido como "no interferencia", y de un poder estatal entendido como mínimo, el liberalismo clásico no está fuera de la tradición laica en la medida que distingue y separa los planos de la economía y de la política, manteniendo para el Estado la ejecución de las funciones de interés general.

Sin embargo, con la aparición del neoliberalismo, entendido como el tipo de liberalismo fundado en las premisas de la teoría económica neoclásica y utilitarista de mediados del siglo XX, que pretende aplicar la lógica del homo economicus y de la libertad como "no interferencia" a todas las dimensiones de la vida social, el liberalismo se distancia de la vertiente republicana, hasta quedar en sus antípodas. El neoliberalismo generaliza la aplicabilidad del principio de subsidiariedad, y se alía así ideológicamente a la Iglesia Católica que define a este principio como uno de los 4 fundamentos de su Doctrina Social, poniendo en entredicho la antigua dimensión laica del liberalismo. Al acentuar el concepto de libertad asociado a un individuo aislado y "no interferido", el neoliberalismo promueve objetivamente la desvinculación del hombre con el hacer público, fomentando la desmotivación y apatía de participación en la ciudadanía, alejándose así del espíritu republicano y laico, y del ideal de virtud pública del ciudadano.

El neoliberalismo actúa con la pretensión de desmontar y minimizar el rol del Estado para, a través de la mercantilización de las relaciones sociales, transferir el poder efectivo a las entidades de poder económico que operan en la sociedad civil. Esto es simétrico, y concordante, con la acción de la Iglesia Católica, que procura, a través de la promoción del mismo principio de subsidiariedad, debilitar al Estado para que éste no interfiera en el poder social y en la hegemonía cultural que, con finalidad política, ella se forja en la sociedad civil. En definitiva, las pretensiones neoliberales de arrebatar al Estado y entregar a los privados la gestión de los asuntos de interés general constituye una especie de clericalismo económico, tan contrario al laicismo como las de las religiones que afectan la autonomía de decisión política de los Estados, o de los corporativismos que pretenden el dominio de su interés particular por sobre el interés general, o de los totalitarismos que se hacen del Estado y niegan la sociedad civil.

Distante de esas alternativas, el laicismo, situado desde siempre en la tradición republicana, promueve las opciones políticas que impliquen un Estado que sea garante de las libertades ciudadanas y de la tolerancia en la sociedad civil, el que sólo puede realizarse, por una parte, si la ciudadanía, formada en la virtud cívica, participa significativamente en la construcción permanente del instrumento que garantiza sus derechos, y, por otra, en la medida que el mismo Estado tenga la fortaleza suficiente para constituir eficazmente esas garantías para la sociedad civil.